lunes, 16 de marzo de 2009

El día en que yo me muera y me lleven a enterrar…




Por Alberto Berrú

Un nuevo vecino llega al barrio. Acostumbrados ya a estos diarios avatares, los muchos curiosos que en su momento fueron se cuentan ahora con los dedos de la mano. Eso sí, el respeto por quien ahora compartirá con ellos parte de sus vidas les sugiere, incluso en las actuales circunstancias, guardar un sentido silencio. No les vaya a jalar las patas, dicen. Y es que en un cementerio la vida no es para tomarla a broma.

Sobre lo que hasta hace veinte años era propiedad del ejército, se levanta ahora -según los términos utilizados en parte de nuestra actualidad política- una guerra de baja intensidad. Por lo que se deduce que no es necesario conocer el exacto significado de la bendita frase para desaparecer los restos de aquellos a quienes pretendemos ignorar por completo.


El escenario de este solapado conflicto tiene nombre de menú: Lomo de Corvina. Y sí, visto de lejos tiene aire de tímida ballena que no se atreve a dar el salto. Ya de cerca la comprendemos: la arena exige un movimiento lento, quieto, pesado. No obstante, esto no ha sido obstáculo para que a cada lado que fijemos la mirada encontremos gente que va, que viene, juegue, sude, almuerce, trabaje, carajee. “Total, aquí ya hay de todo” comentará uno de los numerosos mototaxistas que se gana la vida en estos arenales de Villa el Salvador.

Tan cierto lo dicho que a falta de uno encontraremos dos camposantos. Uno sin muro que señale sus límites. Otro, igual. Ambos tienen el mismo nombre: Cementerio Municipal Cristo el Salvador y en realidad es uno solo. Es entonces que causa curiosidad el por qué para los pobladores uno es formal y el otro, no. El formal es tal porque ahí esta María Elena -María Elena Moyano, dirigente vecinal de Villa el Salvador asesinada por Sendero Luminoso en 1992- ; porque es el más antiguo; porque el otro es más feo, argumentan. Lo cierto es que medio kilómetro de arena los separan. Bueno, los separaban. Lo que se aprecia ahora a mitad de camino entre ambos es una cancha de fulbito en plena actividad, con gradas, mallas y pelota vinibol; altoparlantes que reproducen la canción del momento; coquetas y llamativas tiendas de abastos en las que las velas no pasan desapercibidas; construcciones de material noble: los pozos de agua; viviendas de diversos materiales y colores en las que cemento y ladrillo han evitado tener participación y, claro, un cerro sobre otro cerro.

Para evitar el hundimiento de todo lo que sobre la arena se edifique los pobladores de las asociaciones de vivienda Villa Trinidad, Villa Rica y Wasi Wasi no dudaron en modificar un tanto la topografía del lugar y volquete tras volquete de desmontes de construcción surgió la meseta que ahora ocupan miles de familias. No por nada pagaron -monedas más, monedas menos- cuatro mil nuevos soles a cambio de 90 metros cuadrados de tierra. Nada más, no incluía accesorios. Y esto les revienta. Aunque las comparaciones, a decir de nadie sabe quién, son odiosas lo cierto es que preferirían estar muertos ya que así evitarían escuchar las constantes amenazas que reciben por parte de traficantes de terrenos no acostumbrados a escuchar quejas. Sin contar además con las facilidades que el municipio del distrito otorga a los que menos tienen –o tuvieron-, al alquilarles, persona sola, un rincón para descansar por 20 nuevos soles anuales con opción a venta y derecho a levantar cuatro pisos para la “family”, todo esto a pago único de 700 soles, con módicas facilidades crediticias. Vueltos a la realidad y la vista fija en una cruz, un ceño se va dibujando sobre sus frentes.

Dígame, señor sepulturero…

José Mantilla también tiene ombligo y para no sentirse menos lo muestra a quien sea. Sabe que para concretar su propósito basta con desabotonar su chaleco y modular su timbre de voz en caso no le hayamos prestado la debida atención. Intuye también que los años no pasan en vano y que una encubridora gorra ayuda a disimular las escasas canas de sus contados cabellos. Se califica viejo pero vital, líder de cuantas personas conformen su entorno y pelotero por convicción. José Mantilla siempre aparecerá de improviso y aprovechará eso que se suele llamar factor sorpresa para ametrallarte con cuantas palabras haya coleccionado a lo largo de su vida, dándote a entender de una vez por todas que acá el que hace y deshace es este morocho cincuentón que no te niega amplias sonrisas si le llegas a agradar. Advertencia: no vayas a echar en falta los dientes que algún día tuvo. En fin, José Mantilla –“José, a secas”-es para las vendedoras de flores, aguateros y demás, el vigilante de los cementerios en cuestión que, valga la redundancia, es uno solo.

Y así de solitario se sintió él también luego de que a vísperas de navidad su por entonces compañero de trabajo dejara de serlo. Convirtiéndose así en la única persona capaz de frenar los ímpetus expansionistas de “gente viva”. Lo literal suple lo irónico. Conocedor de la responsabilidad que de sopetón le cayó no tuvo otra alternativa que aliarse con los del otro bando. Pacto que se manifiesta a diario cuando José le enciende misioneras velas a dos calaveras que a decir suyo le confortan y dan la suficiente confianza para imponerse ante despeinados metaleros que fungen de monaguillos de misas extrañas, exhaustos fumones en busca del nicho vacío, angustiados ladrones de floreros, malcriados estudiantes de medicina y desconcertantes apariciones fuera de toda lógica. La inmunidad ante espectrales travesuras no estaba dentro del paranormal acuerdo.

Mas lo que exige de su parte mayor templanza son los embates cotidianos que proliferan en distintas partes del cementerio a manos, palas y carretillas de quienes en teoría representan a sus antagonistas en esta lucha latente por la posesión de tierra entre muertos y los que por ahora no lo están, quienes lo han llevado últimamente a realizar entierros a escasos metros de las ahora desmontables viviendas con la finalidad de que estas recuperen su sedentaria peculiaridad. Por si aquello no fuera suficiente y modificando en algo la estratagema de sus opuestos, José también tiene la potestad de alterar su hábitat. Enterado de las últimas tendencias en lo que a cementerios se refiere no perderá oportunidad, siempre y cuando se presente la ocasión, en la que deje de sembrar arbustos en zonas estratégicas ya ubicadas para el caso. Lo vital es tapar el hueco, modula la voz.

Mención que no pasa desapercibida por los pocos fisgones ya mencionados arriba, que a la par de su morbosa curiosidad aguaitan los mínimos movimientos de su respetado y desdoblado antagonista, quien macana y libreta de apuntes en mano se acerca a conocer al nuevo recluta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario