martes, 24 de marzo de 2009

Brisas del Titicaca


Por Zelideth Chávez Cuentas

Un embravecido lago a punto de hacer naufragar la balsa de totora, sirve de escenografía a los danzarines que con la misma fuerza que transmite el mural, se van adueñando de la pista de baile con acrobáticos saltos. En seguida, prodigando frescura y belleza ingresan las chinitas, de coloridos trajes bordados con pedrería y perlas de fantasía. Se deslizan con sensuales pasos alrededor de sus parejas. La danza de los Caporales está en escena en Brisas del Titicaca.

En Roma, cuando Consuelo, peruana residentes en Italia, se entero de que su amiga Gina viajaría el Perú, solícita le recomendó: “en Lima, no dejes de ir a Brisas del Titicaca”. Como cualquier otro viernes a las 10, la noche de folclor está en ebullición. De paredes celestes, con un espacioso escenario y pista de baile, el local luce pulcro y organizado como para recibir a 780 personas (su aforo), entre nacionales y extranjeros, la mayoría mujeres, de todas las edades, quienes desechando ancestrales prejuicios, se adueñan de la pista para danzar libremente, sin esperar la invitación de un varón. Sin duda, ésta es otra de las bondades que ofrece el local, además de la música de moda. El ambiente es de auténtica alegría, la gente baila sin preocuparse de saber hacerlo bien o no.

Lo que sigue es un muestreo del variado folclor peruano, en especial del puneño. El presentador anuncia una danza autóctona ligada a la ganadería: la Llamerada, luego vendrán las danzas de raíces coloniales: la Morenada, con una numerosa comparsa, es otra danza que impresiona gratamente a los extranjeros, y enorgullece a los puneños, por la vistosidad de sus trajes, la cadencia de sus pasos, la alegría de la música. La Diablada, que pertenece también a esta categoría, escenifica la lucha del bien y del mal. No obstante, la apoteosis de la noche llega con el ingreso a la pista de baile del Conjunto de Instrumentos Nativos: los sicuris. El presentador continúa informando: “el sonido ancestral de las zampoñas transmite melodías clásicas del acervo musical del altiplano puneño. Es un instrumento que no puede tocarse individualmente, sino siempre en grupo, pues cada parte de la melodía debe ser interpretada por un músico diferente, esto define su espíritu colectivista”, que al parecer también se da en la danza, pues como tocados por un halo mágico, hombres y mujeres, abuelos(as), padres, madres e hijos(as), nacionales y extranjeros corren al centro de la pista dejándose arrastrar por las notas del siku, que los invita a formar gigantescas rondas, bailando y cantando con los sikuris, soltando su alegría con plena libertad. Al regresar a sus mesas los puede estar esperando un delicioso choclo con queso frito, un revuelto de chuño o los siempre sabrosos tamales, acompañados de cerveza Pilsen, Cristal, Cusqueña o el emblemático pisco sour.

A las 12 de la noche, los visitantes que celebran cumpleaños o algún otro acontecimiento importante, son saludados e invitados al escenario a bailar con la comparsa que se encuentra en la pista. Los fogonazos de las cámaras fotográficas se multiplican por doquier.

Cierra la Noche de Folclor, la Marinera Norteña, danza subyugante bailada por una pareja, luciendo invariablemente su escapulario de campeones. La ejecutan con destreza profesional, -reconocida como la más representativa del folclor norteño, ameritaría ser tratada con exclusividad-. La emoción y admiración que concita en toda la concurrencia se transparenta en los rostros arrebolados, las palmas entusiastas, en el corear de la canción por los nacionales, y en la expresión de asombro de los extranjeros, al finalizar, todos juntos estallan en aplausos y vítores. Así se cierra, a todo lujo, una noche de folclor en la Asociación Cultural Brisas del Titicaca, institución fundada hace 47 años por puneños residentes en la capital.

Si Gina aceptó la sugerencia de su amiga peruana, es posible que esté saliendo en compañía de nuevos amigos, nacionales o extranjeros, cansada de tanto bailar, muy contenta por todas las emociones vividas y cargada de nuevas energías.

Ángeles de la noche

Por Cristina Andrade

Cuando la pequeña del rostro triste se les acercó aquel domingo, nunca imaginaron el cambio que darían sus vidas. Como escuchar la frase “me dan una propina por favor” de la voz de aquella niña de huesos sobresalidos en los hombros, de ojos gachos con ojeras, y cabello cubierto de polvo, marcaría un antes y un después. Hasta segundos antes, Jimena y Octavio eran tan solo un par de chiquillos de 17 años, recién egresados de colegios particulares, aspirantes a universidades privadas, que gastaban las propinas de sus padres de clase media, en ir al cine o comprar CDs y ropa de marca.

Por tradición familiar, ambos, siempre fueron asiduos concurrentes a la misa de las 7.30 de la noche, la más popular en la parroquia nuestra Sra. Del Consuelo de Monterrico. Sin embargo fue al conocer a aquella niña de mirada perdida y a punto de llorar, que conocieron la caridad. Le preguntaron su nombre, su edad, donde vivía. Simplemente se interesaron en ella. La pequeña entonces respondió: “me llamo Marielena, tengo 10 años, vivo en Pamplona, pero vengo todos los días a Monterrico a vender golosinas, hoy no he vendido nada, por eso no podré comer esta noche y tengo hambre”.

Al escucharla, se sintieron vacíos, pese a tenerlo casi todo. Por mucho tiempo se habían quejado por no tener suficientes caprichos, y ahora conocían a alguien que ni siquiera tenía que comer. Mientras ellos vivían en una zona residencial, llena de parques, casas con piscina, grandes edificios y centros comerciales. Aquella niña, vivía en un asentamiento humano, en medio de la arena, en una casa de estera, que ni siquiera podría soportar una lluvia. Los carteles y bolsas en el techo, no aguantarían.

Fue entonces que la mente se les iluminó. Tocaron sus bolsillos y con las monedas que encontraron, entraron al supermercado de enfrente, y compraron pan y jamonada. Lo prepararon en plena calle y se lo dieron a Marielena, la niña de 10 años que por su contextura delgada y frágil, parecía tener apenas 7, quizás por mala nutrición. Y fue al ver como devoraba hambrienta el pan en menos de un minuto, unido a su rostro de felicidad, a la amplia sonrisa que se le dibujaba en la carita que antes había mojado con sus lágrimas, lo que llevó a Octavio y Jimena, a invitarla el siguiente domingo a la salida de la misa, para repetir el lonche. Sólo que esta vez, le pidieron que llevara a sus 5 hermanitos. Marielena es la mayor de todos ellos. Su madre cuida carros en la playa del supermercado, mientras ellos venden golosinas. Lo hacen desde hace 4 años, cuando su padre, un hombre alcohólico y pegalón, los abandonó.

COMPARTIR

Y así fue como empezó lo que han bautizado como “Domingos de Compartir”. Octavio y Jimena desde entonces, juntan sus propinas, se reúnen cada domingo en sus casas, preparan leche con quaker y panes con mantequilla, para dárselo a estos niños al final de la misa. Empezó una, luego 6, ahora ya son casi 30 los pequeños que domingo a domingo, toman lonche con ellos en plena calle. Por un momento, aunque sea una vez en la semana, dejan de trabajar, descansan. Por un momento, son simplemente niños.

CURA MALO.

Pero no todo ha sido fácil. Fue el propio párroco, el que puso piedras en este camino. Enterado de que el lonche se daba en la esquina de su parroquia, no tuvo mejor idea que colocar una reja para cortarles el espacio. No bastando con eso, el padre Miguel llamó en varias oportunidades al serenazgo de Surco y a la policía, para asustar a los niños, desalojarlos de la calle, e impedir según él, que la ensucien o hagan ruido. Sin embargo fue el apoyo de los vecinos lo que lo impidió.

CURA BUENO.

Y sacando cara por la nobleza, muy al contrario del padre Miguel, al verlos en acción, el Padre Pablo los ayudó a recaudar fondos con la venta de libros al final de su misa. Incluso les abrió las puertas de la iglesia a estos niños, quienes ahora pueden ingresar aún mal vestidos al templo a escuchar la misa. Ya no son discriminados. La gente ha aprendido a respetarlos. Total lo que importa como dice el padre, es tener el corazón abierto para Dios.

Han pasado más de 7 años, y Octavio y Jimena continúan con esta labor. A ellos se les ha sumado otros 5 jóvenes solidarios, y algunos vecinos de la zona, que les regalan pan para el lonche. Gracias al municipio de Surco, ahora la cita es en la glorieta recién construida frente a la parroquia, dándoles a estos niños algo más que comida, regalándoles esperanza y la certeza de que los ángeles en la tierra, si existen.

lunes, 16 de marzo de 2009

El día en que yo me muera y me lleven a enterrar…




Por Alberto Berrú

Un nuevo vecino llega al barrio. Acostumbrados ya a estos diarios avatares, los muchos curiosos que en su momento fueron se cuentan ahora con los dedos de la mano. Eso sí, el respeto por quien ahora compartirá con ellos parte de sus vidas les sugiere, incluso en las actuales circunstancias, guardar un sentido silencio. No les vaya a jalar las patas, dicen. Y es que en un cementerio la vida no es para tomarla a broma.

Sobre lo que hasta hace veinte años era propiedad del ejército, se levanta ahora -según los términos utilizados en parte de nuestra actualidad política- una guerra de baja intensidad. Por lo que se deduce que no es necesario conocer el exacto significado de la bendita frase para desaparecer los restos de aquellos a quienes pretendemos ignorar por completo.


El escenario de este solapado conflicto tiene nombre de menú: Lomo de Corvina. Y sí, visto de lejos tiene aire de tímida ballena que no se atreve a dar el salto. Ya de cerca la comprendemos: la arena exige un movimiento lento, quieto, pesado. No obstante, esto no ha sido obstáculo para que a cada lado que fijemos la mirada encontremos gente que va, que viene, juegue, sude, almuerce, trabaje, carajee. “Total, aquí ya hay de todo” comentará uno de los numerosos mototaxistas que se gana la vida en estos arenales de Villa el Salvador.

Tan cierto lo dicho que a falta de uno encontraremos dos camposantos. Uno sin muro que señale sus límites. Otro, igual. Ambos tienen el mismo nombre: Cementerio Municipal Cristo el Salvador y en realidad es uno solo. Es entonces que causa curiosidad el por qué para los pobladores uno es formal y el otro, no. El formal es tal porque ahí esta María Elena -María Elena Moyano, dirigente vecinal de Villa el Salvador asesinada por Sendero Luminoso en 1992- ; porque es el más antiguo; porque el otro es más feo, argumentan. Lo cierto es que medio kilómetro de arena los separan. Bueno, los separaban. Lo que se aprecia ahora a mitad de camino entre ambos es una cancha de fulbito en plena actividad, con gradas, mallas y pelota vinibol; altoparlantes que reproducen la canción del momento; coquetas y llamativas tiendas de abastos en las que las velas no pasan desapercibidas; construcciones de material noble: los pozos de agua; viviendas de diversos materiales y colores en las que cemento y ladrillo han evitado tener participación y, claro, un cerro sobre otro cerro.

Para evitar el hundimiento de todo lo que sobre la arena se edifique los pobladores de las asociaciones de vivienda Villa Trinidad, Villa Rica y Wasi Wasi no dudaron en modificar un tanto la topografía del lugar y volquete tras volquete de desmontes de construcción surgió la meseta que ahora ocupan miles de familias. No por nada pagaron -monedas más, monedas menos- cuatro mil nuevos soles a cambio de 90 metros cuadrados de tierra. Nada más, no incluía accesorios. Y esto les revienta. Aunque las comparaciones, a decir de nadie sabe quién, son odiosas lo cierto es que preferirían estar muertos ya que así evitarían escuchar las constantes amenazas que reciben por parte de traficantes de terrenos no acostumbrados a escuchar quejas. Sin contar además con las facilidades que el municipio del distrito otorga a los que menos tienen –o tuvieron-, al alquilarles, persona sola, un rincón para descansar por 20 nuevos soles anuales con opción a venta y derecho a levantar cuatro pisos para la “family”, todo esto a pago único de 700 soles, con módicas facilidades crediticias. Vueltos a la realidad y la vista fija en una cruz, un ceño se va dibujando sobre sus frentes.

Dígame, señor sepulturero…

José Mantilla también tiene ombligo y para no sentirse menos lo muestra a quien sea. Sabe que para concretar su propósito basta con desabotonar su chaleco y modular su timbre de voz en caso no le hayamos prestado la debida atención. Intuye también que los años no pasan en vano y que una encubridora gorra ayuda a disimular las escasas canas de sus contados cabellos. Se califica viejo pero vital, líder de cuantas personas conformen su entorno y pelotero por convicción. José Mantilla siempre aparecerá de improviso y aprovechará eso que se suele llamar factor sorpresa para ametrallarte con cuantas palabras haya coleccionado a lo largo de su vida, dándote a entender de una vez por todas que acá el que hace y deshace es este morocho cincuentón que no te niega amplias sonrisas si le llegas a agradar. Advertencia: no vayas a echar en falta los dientes que algún día tuvo. En fin, José Mantilla –“José, a secas”-es para las vendedoras de flores, aguateros y demás, el vigilante de los cementerios en cuestión que, valga la redundancia, es uno solo.

Y así de solitario se sintió él también luego de que a vísperas de navidad su por entonces compañero de trabajo dejara de serlo. Convirtiéndose así en la única persona capaz de frenar los ímpetus expansionistas de “gente viva”. Lo literal suple lo irónico. Conocedor de la responsabilidad que de sopetón le cayó no tuvo otra alternativa que aliarse con los del otro bando. Pacto que se manifiesta a diario cuando José le enciende misioneras velas a dos calaveras que a decir suyo le confortan y dan la suficiente confianza para imponerse ante despeinados metaleros que fungen de monaguillos de misas extrañas, exhaustos fumones en busca del nicho vacío, angustiados ladrones de floreros, malcriados estudiantes de medicina y desconcertantes apariciones fuera de toda lógica. La inmunidad ante espectrales travesuras no estaba dentro del paranormal acuerdo.

Mas lo que exige de su parte mayor templanza son los embates cotidianos que proliferan en distintas partes del cementerio a manos, palas y carretillas de quienes en teoría representan a sus antagonistas en esta lucha latente por la posesión de tierra entre muertos y los que por ahora no lo están, quienes lo han llevado últimamente a realizar entierros a escasos metros de las ahora desmontables viviendas con la finalidad de que estas recuperen su sedentaria peculiaridad. Por si aquello no fuera suficiente y modificando en algo la estratagema de sus opuestos, José también tiene la potestad de alterar su hábitat. Enterado de las últimas tendencias en lo que a cementerios se refiere no perderá oportunidad, siempre y cuando se presente la ocasión, en la que deje de sembrar arbustos en zonas estratégicas ya ubicadas para el caso. Lo vital es tapar el hueco, modula la voz.

Mención que no pasa desapercibida por los pocos fisgones ya mencionados arriba, que a la par de su morbosa curiosidad aguaitan los mínimos movimientos de su respetado y desdoblado antagonista, quien macana y libreta de apuntes en mano se acerca a conocer al nuevo recluta.

sábado, 14 de marzo de 2009

Cronistas en la Cámara Peruana del Libro, último día de taller

La última jornada

 


Participaron Carlos Tarazona, Laslo Roja, Antolín Prieto, Zelideth Chávez, Cristina Andrade, Alejandra Aparcana (que no sale en las fotos, pero que cumplió), Alberto Berrú y un cronista que quiso escribir pero que no escribió.
Agradecimientos a Liliana Minaya, Gladys Díaz y a Doris Moromisato

Ángeles de la noche

Por Cristina Andrade

Cuando la pequeña del rostro triste se les acercó aquel domingo, nunca imaginaron el cambio que darían sus vidas. Escuchar la frase “me dan una propina por favor” de la voz de aquella niña de huesos sobresalidos en los hombros, de ojos gachos con ojeras, y cabello cubierto de polvo, marcaría un antes y un después.  Hasta segundos antes, Jimena y Octavio eran tan solo un par de chiquillos de 17 años, recién egresados de colegios particulares, aspirantes a universidades privadas, que gastaban las propinas de sus padres de clase media, en ir al cine o comprar CDs y ropa de marca. 

Por tradición familiar, ambos, siempre fueron asiduos concurrentes a la misa de las 7.30 de la noche, la más popular en la parroquia Nuestra Sra. Del Consuelo de Monterrico. Sin embargo, fue al conocer a aquella niña de mirada perdida y a punto de llorar, que conocieron la caridad. Le preguntaron su nombre, su edad, dónde vivía. Simplemente se interesaron en ella. La pequeña entonces respondió: “Me llamo Marielena, tengo 10 años, vivo en Pamplona, pero vengo todos los días a Monterrico a vender golosinas, hoy no he vendido nada, por eso no podré comer esta noche y tengo hambre”. 

Al escucharla, se sintieron vacíos, pese a tenerlo casi todo. Por mucho tiempo se habían quejado por no tener suficientes caprichos, y ahora conocían a alguien que ni siquiera tenía que comer. Mientras ellos vivían en una zona residencial, llena de parques, casas con piscina, grandes edificios y centros comerciales; aquella niña, vivía en un asentamiento humano, en medio de la arena, en una casa de estera, que ni siquiera podría soportar una lluvia. Los carteles y bolsas en el techo, no aguantarían. 

Fue entonces que la mente se les iluminó. Tocaron sus bolsillos y con las monedas que encontraron, entraron al supermercado de enfrente, y compraron pan y jamonada. Lo prepararon en plena calle y se lo dieron a Marielena, la niña de 10 años que por su contextura delgada y frágil, parecía tener apenas 7, quizás por mala nutrición. Y fue al ver como devoraba hambrienta el pan en menos de un minuto, unido a su rostro de felicidad, a la amplia sonrisa que se le dibujaba en la carita que antes había mojado con sus lágrimas, lo que llevó a Octavio y Jimena, a invitarla el siguiente domingo a la salida de la misa, para repetir el lonche. Sólo que esta vez, le pidieron que llevara a sus 5 hermanitos. Marielena es la mayor de todos ellos. Su madre cuida carros en la playa del supermercado, mientras ellos venden golosinas. Lo hacen desde hace 4 años, cuando su padre, un hombre alcohólico y pegalón, los abandonó.  

Compartir

Y así fue como empezó lo que han bautizado como “Domingos de Compartir”. Octavio y Jimena desde entonces, juntan sus propinas, se reúnen cada domingo en sus casas, preparan leche con quaker y panes con mantequilla, para dárselo a estos niños al final de la misa. Empezó una, luego 6, ahora ya son casi 30 los pequeños que domingo a domingo, toman lonche con ellos en plena calle. Por un momento, aunque sea una vez en la semana, dejan de trabajar, descansan. Por un momento, son simplemente niños. 

Cura malo.

Pero no todo ha sido fácil. Fue el propio párroco, el que puso piedras en este camino. Enterado de que el lonche se daba en la esquina de su parroquia, no tuvo mejor idea que colocar una reja para cortarles el espacio. No bastando con eso, el padre Miguel llamó en varias oportunidades al serenazgo de Surco y a la policía, para asustar a los niños, desalojarlos de la calle, e impedir según él, que la ensucien o hagan ruido. Sin embargo fue el apoyo de los vecinos lo que lo impidió.
 
Cura bueno

Y sacando cara por la nobleza, muy al contrario del padre Miguel, al verlos en acción, el Padre Pablo los ayudó a recaudar fondos con la venta de libros al final de su misa. Incluso les abrió las puertas de la iglesia a estos niños, quienes ahora pueden ingresar aún mal vestidos al templo a escuchar la misa. Ya no son discriminados. La gente ha aprendido a respetarlos. Total lo que importa como dice el padre, es tener el corazón abierto para Dios. 

Han pasado más de 7 años, y Octavio y Jimena continúan con esta labor. A ellos se les ha sumado otros 5 jóvenes solidarios, y algunos vecinos de la zona, que les regalan pan para el lonche. Gracias al municipio de Surco, ahora la cita es en la glorieta recién construida frente a la parroquia, dándoles a estos niños algo más que comida, regalándoles esperanza y la certeza de que los ángeles en la tierra, si existen.

viernes, 13 de marzo de 2009

El otro 'Belmont' vive en Huacho y vende gaseosas



Por Carlos Faustino Tarazona

'Belmont' está sentado en una de las bancas del parque, ubicada frente al estadio Segundo Aranda Torres, en Huacho. Mira la entrada principal del recinto deportivo y no duda en decir: "es mi segundo padre, porque me da de comer, ahí me quedaré hasta que San Pedro me recoja".  

Lleva puesto el polo y la gorra con el logotipo estampado de una casa comercial. Un día antes, hacía lo propio con una ferretería muy popular del barrio. Unas semanas atrás, conversó con representantes de la tienda, quienes le propusieron llevar puesto el polo de esa empresa, a modo de publicidad andante. Él aceptó. No cobra un solo sol, dice hacerlo por la amistad, porque detalles como esos, generan que los lazos amicales duren hasta que nos vayamos arriba. 

'Belmont', cuyo nombre de pila es Juan Luna Fousca, le debe el apodo a un tipo que reconoció su similitud con el ex alcalde limeño, periodista y propietario de un canal de televisión capitalino, Ricardo Belmont. Hace ocho años lo llamaban Felpudini, como se autodenominó un actor cómico, o Topo Gigio. El 'Colorao' de Huacho afirma que la comparación con el creador de la Teletón hizo más alegre su negocio. Se ha pasado los últimos cuarenta años de su vida vendiendo gaseosas, en el único estadio de Huacho, distrito situado a más de 140km al norte de Lima. 

A sus 53 años, trata de mantener las fuerzas para recorrer las graderías del Aranda Torres, tan igual que un futbolista que acarrea lesiones a los 36 y que no desea dejar el fútbol. Vive frente al estadio. Es hincha acérrimo de Alianza Lima, pero en Huacho, es seguidor de todos los equipos de la zona. Tiende a ganarse la amistad del otro fácilmente. Habla tan rápido como un chileno que a veces trastabillea. Su rostro demacrado se parece al de un boxeador retirado y sus manos callosas, son la prueba más visible de que se trata de un vendedor de gaseosas.  
  
… 

Esta rutina empezó a los trece años. Curiosamente se inició ofreciendo chicha helada. Sin embargo, en un domingo futbolero, mientras vendía su refresco en las graderías del estadio, se resbaló. La caída produjo, entre los espectadores, una risa incontenible. Fue la única vez que me sucedió un accidente como ese, asevera.

Siendo el mayor de 7 hermanos y teniendo una madre soltera, tuvo que darse a la idea que el trabajo y su vida transcurrirían de la mano. A los 9 años vendía limones en el mercado central. Cuando asomaba los once, fue un lustrabotas, oficio donde no se mantuvo mucho tiempo, pues, lo consideraba muy arriesgado y poco rentable.  

Para 'Belmont', un vendedor debe poseer tres cualidades esenciales: respetar al público, mantener amistades y, sobre todo, no apoderarse de la cólera cuando le bromean. Revela que en los fines de semana logra vender catorce paquetes de doce unidades de gaseosa pepsi, de 1/2 litro. Vendiéndola a 1.50 la unidad, gana 7 soles por paquete. Es un trabajo arduo, tengo que recorrer todo el recinto. Porque en esta labor hay que caminar con la suerte de la mano.  

Por su particular método de venta, él es muy popular en el estadio. Porque él no pronuncia “gaseosa”, sino “siosa”. Asimismo sucede con “helada”, la reduce a simplemente “lada”. Quedando: “siosa”, “siosa”,“lada” , “lada”. Asimismo, por su experiencia vendiendo gaseosas, algunos aficionados se mofan de él diciéndole: “Belmont una Chavín Kola”, o, “Belmont una Bimbo” a sabiendas que él solo ofrece Pepsi.    

… 

La asistencia del público para apreciar el fútbol amateur, es realmente decadente. Un escenario como el Segundo Aranda Torres, que alberga a 6 mil espectadores, tan solo se conforma con 900 concurrentes para un fin de semana deportivo. 

'Belmont' carraspea, piensa unos segundos en lo que va decir, para luego admitir que todo tiempo pasado fue mejor. Ahora tiene que ser más chacharero y pícaro para contrarrestar a la competencia. Cuando acaba la jornada deportiva, deja de ser un vendedor de gaseosas y, por unos cuantos minutos, se convierte en un recolector de envases de plástico, porque ahora con un solo trabajo no se puede vivir.    

La fábrica de la luz


Por Laslo Rojas

Ver películas gratis puede convertirse en una experiencia extremadamente mecánica. Omar, uno de los proyeccionistas del cine de Larcomar en Miraflores, trabaja de pie todo el tiempo, yendo y viniendo para atender a sus 12 voluminosas compañeras. Son las máquinas de proyección, grandes roperos de metal que hacen posible la magia, esa que presenciamos cada vez que nos sentamos en las cómodas butacas de nuestro multicine de barrio.

El proyeccionista de una sala de cine de antaño quizá haya disfrutado, desde su privilegiada ubicación, de mejores condiciones para apreciar las películas que por sus manos pasaban. A sus 25 años, Omar ve pasar decenas, cientos, miles de películas, ya no por sus manos, sino por el inmenso proyector que alimenta cada 3 horas -lo que dura una función promedio- con los 4 rollos que completan una película. Las ve todas y no ve ninguna. Cómo podría, cada semana 3 ó 4 películas nuevas llegan a esa línea de producción que es su área de trabajo, aquella área restringida que conocemos como la sala de proyección.

La "sala de proyección" no es precisamente una sala con cuatro paredes, puertas y ventanas. Es algo más parecido a un corredor en forma de media luna, un pasillo estrecho en el que tres personas juntas no podrían caminar cómodamente. A este ambiente se llega a través de tres puertas ubicadas en los extremos del lobby del cine. Tras cada puerta, una angosta escalera de caracol y tubos de metal recorriendo el techo nos anuncian la llegada a una especie de fábrica, su ambiente cargado por la jornada anterior recibe a Omar todos los días, con un aroma a pizza sazonado con el calor generado por las máquinas.

Alimentando la máquina

Paredes grises, de concreto, sin pintar, y una serie de tubos fluorescentes iluminan tenuamente el largo pasillo. Rápidamente comprobamos que se repite el mismo esquema, tantas veces como salas hay en este multicine: Un proyector principal, mueble de casi 2 metros de altura, abre sus puertas por un lado para recibir los rollos de la película. La imagen fotográfica será enviada por un canón ubicado al otro extremo del proyector, y al cruzar una pequeña ventana en la pared llenará de movimiento la gran pantalla.

Para mala suerte de Omar, las especificaciones técnicas del proceso de proyección han determinado que dicho cañón esté ubicado a un metro y medio del suelo. Es a través de aquella ventanita, y robándole espacio a la "trompa" del proyector, que un encorvado Omar verifica que ningún actor aparezca decapitado o que los subtítulos queden fuera del ecran, problemas usuales en las proyecciones diarias. Omar y sus compañeros, lanzando un promedio de 60 películas al día, alimentan el segmento más lucrativo del negocio de los multicines. El 65% de sus ingresos proviene de la venta de tickets, el restante 35% se logra con la venta de canchita, gaseosas y demás chucherías que encontramos en las dulcerías.

Última función

Todos, o al menos los más curiosos hemos visto el haz de luz blanquecina que baila sobre nuestras cabezas durante la proyección de una película. La fuente de aquella luz es una bombilla con la potencia de 20 focos de 100 watts. En el caso de las nuevas salas 3D, la potencia se cuadruplica. El calor generado, como adivinarán, es insoportable en las cercanías del cañón de proyección, calor que incluso puede llegar a ser peligroso. Si la cinta de celuloide que pasa a centímetros de estas poderosas bombillas, se acerca demasiado, terminará en llamas, quemándole literalmente la película a los espectadores.

Mientras uno de sus colegas se encuentra en pleno trabajo, Omar de pie a unos 10 metros de distancia, comienza su labor. A lo lejos se escucha el eco de los comerciales que se presentan antes de las películas. Omar se apura, es uno de los momentos clave de su rutina diaria. Se asoma a la ventanita, confirma que la sala ya está a oscuras, enciende la bombilla, el carrete empieza a girar. Silencio. Empieza la función.

Los últimos vaqueros de Lima



Por Antolín Prieto

Un vaquero, idéntico a Charles Bronson, mira de soslayo mientras otros dos, montados a caballo, disparan. Una mujer, látigo en mano, arremete contra un forajido que osó meterse a su alcoba. Un cuatrero empuña su revólver y apunta sin hesitar, más de uno juraría que se trata de Lee Van Cliff. Estas imágenes no tendrían nada de raro si fueran parte de algún western trasnochado, sin embargo las encontramos en pleno centro de Lima. 

Escondida entre el Parque Universitario y la populosa Avenida Abancay se encuentra la primera cuadra del Jirón Cotabambas, es una calle desierta. Un lustrabotas en la esquina y tres arbustos a media acera son los únicos que reciben a los transeúntes; dos pares de locales abren discretamente sus puertas. Tras ellas, los vaqueros esperan por los parroquianos junto a seres espaciales, mujeres enamoradas y gángsters. Es el mundo de los bolsilibros baratos, de portadas efectistas y títulos excéntricos: Espíritus pendencieros, La dama del látigo, El último maldito.  

Su nombre era la ley 

Los títulos corresponden a distintas series. En el caso de las “coboyadas”, las del oeste, a la Colección Estefanía, apellido del autor Marcial Lafuente Estefanía. Escritor prolífico; espetaba una obra cada semana, convirtiéndose en una de las estrellas de Editorial Bruguera. En los 60, en pleno auge de los bolsilibros, el tiraje llegó a las 100,000 unidades por historia. Sólo le hacía competencia desde la novela rosa, otra desbocada de las letras: Corín Tellado.  

Fallecido en 1984, dos hijos y un nieto han seguido con la incansable producción, llegando a contar, a la fecha, con más de 3,000 historias en su haber. Todas con hombres de unos seis pies de alto, con mujeres de vida alegre, y disparos a quemarropa; todas con lugares comunes que antes que clichés se convierten en sello de autoría.  

Por un puñado de soles 

Al traspasar las puertas de los locales se respira un olor a papel usado, al contrario que en los pasajes de Quilca, donde parece que los hongos son los únicos lectores de los libros, aquí los textos sudan del desgaste de sus hojas y tienen los lomos cuarteados de tanto trajín. Cada ejemplar no llega a las 100 páginas, pero fácilmente superan ese número de lecturas. 

“Los nuevos están 3.50”, anuncia Adelina Agüero, quien junto a su hijo regenta uno de los locales, uno de vitrinas ordenadas. “Si lo terminas de leer, y lo traes igualito, te lo cambio por otro; si está maltratado te lo cambio por uno de estos”, y señala una ruma con libros de esquinas romas y papel amarillento. El recambio costará cincuenta céntimos. Su clientela son, en su mayoría, hombres sobre los 50 años, muchos de ellos jubilados, que llevan sus ejemplares por docenas, siempre buscando la novedad –que traen de España- o algún número que no vayan a repetir. “Vienen con sus listas alfabéticas. Ven Centinelas, buscan en la C, si ya lo han leído no se lo llevan; se pasan toda la tarde buscando”, agrega Carlos, el hijo de Adelina. 

En otro puesto, atiborrado de toda clase de revistas -bolsilibros, cómics y pornos-, suena despacio La Inolvidable; ocho sillas de plástico están dispuestas mirando hacia una pared, pero ahí no hay un televisor, solo más libros del oeste. Por treinta céntimos, el lector puede hacer uso del espacio –para leer o dormir-, seleccionando su revista del día. “Hasta que acabes o cerremos”, sentencia el muchacho que atiende. Los hombres de la sala tienen la vista enterrada en su texto,  la camisa gastada, alguno el bigote raleado. Se entiende que su juventud ha pasado hace varios lustros. “Vienen a recordar los westerns que se veían antes”, comentó Adelina en su tienda.  

El crepúsculo de los vaqueros 

En los 70, los bolsilibros entablaron duelo con otros divertimentos más modernos. Perdieron espacio frente a la televisión y la radio, pero supieron mantener adeptos entre los que se fascinaron con las historias del far west desde pequeños. Hoy incluso vienen desde provincias a llevarse las novelas por cajas. 
En la primera cuadra de Cotabambas no se dispara una sola bala, solo la imaginación de los amantes del western, quienes se han parapetado, cual si fuera El Álamo, ese mítico fortín final contra los indios, en estas bibliotecas del oeste, en su último reducto.

Las crónicas del taller en la Cámara Peruana del Libro


Rescatando historias

El taller de crónicas de la Cámara Peruana del Libro termina hoy, en unas horas.
Debo decir con total sinceridad que las historias presentadas por los alumnos son magníficas, lo cual no es mérito mío sino de ellos: observadores natos, curiosos y tercos escribidores en constante búsqueda.

El día de la primera charla hubo casi veinte talleristas. 
Sobrevivieron unos ocho, como suele pasar.
Y el post siguiente permitirá a todos leer, evaluar, valorar y mejorar sus historias.

Gracias a Doris Moromisato, Liliana Minaya, y a Gladys Días, presidenta de la Cámara Peruana del Libro por el interés en el desarrollo de este taller.
Y gracias a los sobrevivientes, y a los que no.

jueves, 5 de marzo de 2009

Buscando una historia en la violencia



Para no caer en el 'caso humano'

AK-47, el asesino global

Utilizada por ejércitos, guerrillas y delincuentes, es el arma que más muertes ha provocado en el mundo y está de moda entre narcotraficantes en México.

IGNACIO ALVARADO ÁLVAREZ 
EL UNIVERSAL



Los homicidios se constituyeron desde 2008 como la principal causa de muerte en Ciudad Juárez, mientras que en Culiacán y Tijuana ocupan el tercer lugar. En conjunto, las tres ciudades registraron aquel año alrededor de 3 mil 100 casos, 70% de los cuales fue cometido con un rifle de asalto Avtomat Kaláshnikov, de acuerdo con informes obtenidos en las oficinas de comunicación de las procuradurías estatales respectivas.

Sucede que el AK-47, arma que mayor cantidad de víctimas mortales ha cobrado en el mundo, es también la más fácil de adquirir, precisa el informe El AK-47: la máquina de matar preferida del mundo (2006), de la Campaña Armas Bajo Control, impulsada por Oxfam Internacional, Amnistía Internacional y La Red de Acción Sobre Armas Ligeras. Asienta también que en las seis décadas desde su invención, se han fabricado más de 100 millones de fusiles de este tipo y su uso sirve hoy como parámetro para un índice global de inseguridad y pobreza por país.

En México, la creciente actividad del crimen organizado no sólo redujo ostensiblemente los precios del cuerno de chivo (hasta 150 dólares en ciudades fronterizas), sino que hizo surgir la modalidad de “alquiler” como empresa delictiva, según informes de la Dirección de Investigaciones Preventivas de la Secretaría de Seguridad Pública del DF.

Su posesión no es exclusiva de grupos criminales. Como el más emblemático de los rifles, miles de coleccionistas y aficionados han ido popularizándolo, dice Bernardo Gómez, presidente de Misiones Regionales de Seguridad. Para hacerse de uno deben acudir al mundo de lo clandestino, pues su venta es ilegal.

La fascinación por el AK-47 es tal, que réplicas exactas pueden comprarse por internet. Las ofertas para estas imitaciones, que funcionan a base de gas o aire, y disparan municiones de 6 milímetros, llegan a cotizarse aun mejor que muchos reales: hasta 2 mil 800 pesos en una subasta pública a través de MercadoLibre.com. En Ilícito (2006), Moisés Naím, director de Foreing Policy, refiere que el diseño del rifle ha sido objeto, además, de falsificación. “En 2004, el general Kaláshnikov demandó a Estados Unidos por haber adquirido fusiles AK-47 pirateados para equipar a la policía iraquí”. Luego cita los lamentos del general: “¿Y qué podemos hacer? Es un signo de los tiempos”.

La aplastante mayoría de las veces, ese poder seductor resulta fatal: millones de personas han caído asesinadas por tiros de Kaláshnikov reales y los escasos sobrevivientes sufren mutilaciones, refiere el informe de la Campaña Armas Bajo Control citado. El lento giro de sus proyectiles 7.62 X 39 es un barrenador dentro de los cuerpos, lo cual convierte al cuerno de chivo en el preferido de ejércitos, guerrillas y bandas de criminales.

 

EN LAS INDUSTRIAS CRIMINALES

El contrabando y fabricación del fusil mantiene una de las grandes industrias criminales y es el pilar de movimientos armados que consuman masacres en países tan distantes entre sí como Yemen, Colombia, Afganistán, Sierra Leona o México, advierte el estudio de Amnistía Internacional, La Red Internacional de Acción Contra las Armas Ligeras y Oxfam Internacional.

En una entrevista incluida en aquel documento, el general ruso Mikjaíl Timoféyevich Kaláshnikov, de 89 años, se deslinda de cualquier juicio que pretenda fincarle la humanidad por ser el inventor: “... la gente me pregunta si siento remordimientos por el sufrimiento humano que causan los ataques con los AK-47. Les explico que diseñé esa arma para defender a la patria rusa de sus enemigos. Por supuesto que me entristece y me siento frustrado cuando veo que utilizan mi arma en escaramuzas armadas, y también cuando las veo en guerras depredadoras y usadas para fines terroristas y criminales. Sin embargo, en última instancia, no son los diseñadores los que deben asumir la responsabilidad sobre a dónde van a parar finalmente las armas; son los gobiernos los que deben controlar su producción y su exportación”.

En kalashnikov.guns.ru, sitio en internet consagrado a la figura del general, se asegura que Kaláshnikov era suboficial de carros del ejército soviético en 1941 cuando fue herido por una bomba durante una misión en la actual San Petersburgo. Convaleciente en un hospital, comenzó el diseño de lo que sería el fusil de asalto más afamado y temible de la historia. Tomando como base las observaciones críticas de los soldados sobre sus armas, trabajó en los primeros bocetos y terminó un primer prototipo hacia 1944. El molde definitivo quedó listo tres años más tarde. Decidió bautizarlo como Avtomat Kaláshnikov, añadiéndole el 47 por el primer año de su fabricación.

 

EL “TODOTERRENO”

“Un Kaláshnikov es un rifle que funciona en las condiciones más adversas”, refiere Bernardo Gómez, de Misiones Regionales de Seguridad, que agrupa a 147 agentes y ex policías. “Funciona bajo la lluvia, el lodo, la arena y su operación es muy simple: se jala la palanca de maniobras, sube el cartucho a la recámara y a un lado del gatillo tiene un selector para soltar una ráfaga o un tiro por tiro. Es algo seguro y eficiente”.

Su efectividad es una de las claves de que se haya popularizado. La otra es su capacidad destructiva. Tiene un alcance entre los 800 y mil metros, pero es letal a 600 si lo maniobra un experto. Accionado el automático, vacía el cargador de 30 cartuchos en tres segundos. “El Kalashnikov tiene una capacidad de impacto y una capacidad de daño impresionante que no posee su contraparte norteamericana, el R-15, que es más veloz pero con menos capacidad destructiva”, concreta Gómez.

La demolición que provoca una ráfaga de cuerno de chivo, su alta disponibilidad en el mercado y su bajo costo lo vuelven imprescindible para guerrilleros, terroristas, la mitad de los ejércitos del planeta y grupos de la delincuencia organizada, concluye el informe de La Campaña Armas Bajo Control.

El atractivo entre las bandas criminales mexicanas es inmenso, a juzgar por decomisos recientes. En noviembre de 2008, en Reynosa, el Ejército logró el que hasta hoy prevalece como el mayor en la historia: 500 mil cartuchos, 428 armas (314 de las cuales eran AK-47), 287 granadas y mil cargadores. Otro cargamento similar de proyectiles para Kaláshnikov fue decomisado en Mexicali, a principios de enero, ocultos en una vivienda dentro de un barrio popular.

 

¿CÓMO ENTRA A MÉXICO?

El empleo del fusil en crímenes de alto impacto se registra en al menos 7 de cada 10 atentados, según estadísticas de las procuradurías de Chihuahua, Sinaloa y Baja California, entidades que concentran más de 50% de los asesinatos en el país. El AK-47 es el arma preferida de narcotraficantes e ingresa de manera ilegal por las fronteras. El informe “Tráfico de armas México-USA” (2008), elaborador por las secretarías de Gobernación, Defensa Nacional, Marina y Seguridad Pública, así como PGR, establece que los principales puntos de internación son Ciudad Acuña y Piedras Negras (Coahuila); Nuevo Laredo, Miguel Alemán, Reynosa y Matamoros (Tamaulipas), y Ciudad Juárez (Chihuahua). En parte, el negocio que se alimenta de los cerca de 100 mil permisionarios de armas al otro lado de la frontera, señala el informe.

Los que ingresan por la frontera sur, dicen reportes de inteligencia de la Secretaría de Seguridad Pública del DF, son en su mayoría suministrados por intermediarios de Venezuela, Centroamérica y la guerrilla colombiana.

El informe sobre tráfico de armas antes citado explica que las entidades con mayor volumen de aseguramiento de armas son Michoacán, Jalisco, Tamaulipas, Chihuahua, Sonora, Chiapas y Veracruz, y que la mayoría de las 15 millones de armas ilegales que hay en México son Kaláshnikov.

 

“CUERNOS” PARA RENTAR

En unidades habitacionales de interés social situadas en las delegaciones Iztapalapa y Cuauhtémoc (Ciudad de México) se han encontrado arsenales para venta y alquiler. “Los AK-47 y cualquier otro tipo de armas ligeras tendrán un comercio factible en zonas de alta incidencia criminal. Y en la ciudad hemos localizado esos puntos de venta y almacenamiento en las colonias Morelos, Venustiano Carranza, Doctores y Buenos Aires”, dice un oficial del área de inteligencia de la policía preventiva capitalina que habla bajo condición de anonimato.

El precio de un cuerno de chivo en esas zonas depende de su nivel de uso o lo caliente que esté. “Las que están estacionadas en precios de 5 mil, 6 mil pesos, son armas usadas, con antecedentes delictivos, que por lo tanto bajan mucho su precio porque es un arma boletinada y que generalmente se alquila hasta por menos de mil pesos, solamente para consumar una ejecución y después se le regresa. Es el mismo fenómeno de los carros remarcados: se utilizan y se tiran para confundir a la autoridad y no para tenerla en casa. Las armas sin antecedentes de uso criminal pueden costar hasta 10 mil pesos”.

 

EN JUÁREZ, POR 150 DÓLARES

El estudio de la Campaña Armas Bajo Control dice que a menor costo del AK-47, mayor violencia. Es una regla aplicable en Ciudad Juárez, la urbe con mayor registro de asesinatos del país. Allí, su precio ha bajado hasta 150 dólares, dice “Mario”, un ex contrabandista hormiga de armas de fuego radicado en El Paso (Texas): “En el Chuco concretamente empiezan con un valor de 300 dólares, los cuernos cortitos, que son los que usa la gente, los semiautomáticos. Y con otros 200 dólares lo mandas arreglar en México, para hacerlos automáticos. Pero hay otros modelos más viejos que ya en Juárez, por ejemplo, los compras por 150 dólares”.

En esa ciudad fronteriza, de enero de 2008 a la fecha han sido consumados casi 2 mil asesinatos con arma de fuego, de los cuales en al menos 75% han sido levantados “elementos balísticos” 7.62 X 39, dice Daniela González, vocera de la Subprocuraduría General de Justicia para la Zona Norte de Chihuahua. Como región epicentro del narcotráfico, comparte esas proporciones de uso del Kaláshnikov con Culiacán y Tijuana, en donde también las fiscalías estatales estiman que 7 de cada 10 homicidios se perpetran con ráfagas de cuerno de chivo.

Un escenario de crimen con proyectiles de ese calibre dice mucho a la autoridad: “Inmediatamente podemos figurarnos un tráfico de armas ilegales”, dice el oficial de inteligencia de la policía capitalina. “Podemos hablar de delincuencia organizada, no solamente de narcotráfico. Hablamos de una especialización de contactos, de protección institucional, de rutas de tráfico y distribución de armas. Y si ya ves personalmente el arma y la analizas, sacarás la generación del arma, sabrás si es nueva, de fábrica, o si ya ha dado tres o cuatro vueltas, lo que te dirá mucho de la personalidad del grupo criminal”.

Sin asomo de duda, organizaciones mundiales y gobiernos conceden al AK-47 la etiqueta del arma más letal y atemorizante.

 

FUENTES: Campaña de armas bajo control; Dirección de Investigaciones Preventivas de la Subsecretaría de Información e Inteligencia Policial de la SSP del Distrito Federal; consulta directa con traficantes. 



Las benditas cifras


La crónica necesita números



La crónica necesita números 

martes, 3 de marzo de 2009

Muertos, mortajas, fantasmas... (El País, España)



Historias de aparecidos, un texto de
Juan José Millas


Muertos, mortajas, fantasmas y seres queridos que regresan del más allá para recordar promesas incumplidas. Una tía y las hermanas de Pedro Almodóvar hablan de su infancia, de difuntos y velatorios; del fallecimiento de los padres y los ritos funerarios en La Mancha. De todo lo que nutre su nueva película.

Juan José Millas


Raimunda Almodóvar, tía carnal de Pedro Almodóvar, ha asistido a lo largo de sus 80 años de vida a multitud de velatorios y ha ayudado a realizar el tránsito a más de un agonizante. No le importa contarme historias de difuntos a condición de que cambie los nombres de sus protagonistas, para evitar malentendidos con la gente de su pueblo. Encadena un relato con otro y reconstruye a velocidad de vértigo los árboles genealógicos de quienes nombra. A veces resulta imposible seguirla, pero su discurso posee propiedades hipnotizantes incluso cuando no sabes de qué o de quién habla

“Mi madre”, dice ahora, después de haber contado una complicada historia de maquis, “imploró al siervo de Dios, san Antonio, que sus hijos volvieran sanos y salvos. A cambio, ella ofreció vestir de marrón durante toda su vida y ser enterrada con el hábito de san Antonio. Y ese mismo día se buscaron las telas. Vistió de marrón hasta morir, y guardó la mortaja en un cajón, dentro de la cómoda, hasta que le llegó la hora. Yo tenía una prima, Ramona [nombre supuesto], novia de un tal Juan [nombre supuesto]. La madre de Juan murió con una promesa incumplida, la de una misa por las almas del purgatorio. La muerta se le apareció a mi prima. Estaba sacando agua del pozo y la vio sentada en el brocal. Las apariciones se sucedieron a partir de aquel día en distintos lugares. Consultó con los sacerdotes y le aconsejaron que le preguntara quién era, de dónde venía y qué quería. Así lo hizo, y entonces la aparición mostró su cara y dijo que quería una misa. Se hizo la misa y no volvió más. Yo estas cosas no me las creo, pero así sucedieron. A mí no me gusta hablar de fantasmas, sino de visiones. Hace 64 años había en Calzada una niña huérfana, Rafaela [nombre supuesto], a la que criaron los abuelos. Esta niña oía ruidos y veía una sombra. Los vecinos le dijeron que se enfrentara a ella y le preguntara lo mismo: quién era y qué quería. Así lo hizo, y la sombra, que resultó ser su madre, le dijo: ‘Quiero que gastes el hábito de santa Rita, porque es una promesa que yo no cumplí’ [por gastar hábito se entiende llevarlo hasta que se cae a pedazos]. El hábito de santa Rita es negro, con una correa negra y el escudo de la santa en el lado del corazón. Se lo pusieron siendo niña y no se lo quitaron hasta que se cayó en pedazos. Antes de ponérselo, claro, se bendice el hábito, el cordón y la correa. Todo eso ha sido vivido por mí. Por eso digo a todo el mundo que cumpla sus promesas, para evitar complicaciones a los vivos. Yo no creo que un muerto se pueda aparecer en figura, pero sí en sombra”.

Raimunda Almodóvar y yo vamos en la parte de atrás de un automóvil conducido por Diego, hijo de María Jesús, una de las hermanas de Pedro Almodóvar, que ocupa el lugar del copiloto. Nos dirigimos a Calzada de Calatrava para encontrarnos con Antonia, la hermana mayor. A María Jesús no le gusta hablar de la muerte ni de los difuntos, rechazo que atribuye a un suceso de infancia que la dejó marcada para siempre. Cuenta que un día, al volver de la escuela, se asomó a una ventana que daba a la calle y vio un fantasma. Llegó a casa gritando que había visto un fantasma, y aunque en casa intentaron tranquilizarla asegurándole que no, que era un muerto, no hubo manera.

“Este muerto que dice mi sobrina”, aclara Raimunda, “era un pastor que tenía carbunclo. Ella dice que le vio de cuerpo entero porque lo recuerda así, pero por la posición que tenía sólo pudo verle medio cuerpo. El caso es que lo trajeron al pueblo con una fiebre muy alta y murió. En Calzada no tenía a nadie, porque no era de aquí. Entonces yo llamé a un vecino para que me ayudara a prepararlo, pero le dio miedo, así que llamé a un muchacho joven y le pusimos una sábana prendida con alfileres sobre su propia ropa, porque no teníamos otra cosa, y quedó muy bien puesto el pobre hombre. Fue la primera mortaja que yo puse”.

A la pregunta de cuántas mortajas habrá puesto a lo largo de su vida, responde ambiguamente: “Después de ésa…, ninguna; nada más que a niños, si muere algún niño. Los niños son gloria: les pones su tuniquita blanca y su coronita y quedan muy bien. También hice la mortaja de mi madre. Al pastor que le decía antes lo pusimos en el suelo de una habitación de la casa de su amo, sobre una sábana. Ahora decimos habitación, pero entonces decíamos alcoba. Las alcobas daban siempre a la calle y los pies del muerto se ponían mirando hacia la ventana. Le pusimos unas lamparitas y le cruzamos sus manecitas así hasta que vino su mujer y se lo llevaron a su tierra. Le pagó el entierro el amo. Ése fue el único hombre que yo vestí. A mí me imponían los muertos, pero era decidida. Si en la habitación donde se coloca el cadáver hay un espejo, se tapa o se le da la vuelta para que no se refleje porque no es bueno. Como la ventana de aquella casa era muy bajita, María Jesús se asomó y le quedó un trauma muy grande”.

María Jesús es un poco claustrofóbica y ha dispuesto que la incineren, de lo que su madre (Paquita) no quería ni oír hablar. “¿Que te van a quemar como a los malos? Hija, no digas esas cosas”. A Raimunda, sin embargo, no le preocupa la incineración.

–Si eso que se quema, el cuerpo, sólo es materia –asegura–. El alma no te la queman. Es la materia. Yo iba con mi abuelo el primero de noviembre al cementerio. Cada uno cogía un farol, la caja de las coronas y todo eso. Y cuando daban las dos se encendían todas las lamparillas y aquello era precioso y muy natural. Por la noche, la gente acudía atraída por el resplandor que salía del cementerio. Las tumbas se cuidan con naturalidad, como se cuida una casa.

–Yo –interviene María Jesús– tengo asociado el olor de la lejía con el de los muertos.

–Cuando murió mi hermano –continúa Raimunda–, a punto de cumplir los 17, yo tenía 14. Mi madre me tuvo dos años de luto riguroso. El primer año sólo podía salir de casa para ir a misa. A los dos años me hicieron un vestido de medio luto.

–Cuando a mi madre –dice María Jesús– la llevábamos con 80 años a El Corte Inglés para comprarle ropa, siempre decía que de negro no porque se había pasado media vida de negro.

–La gente –dice Raimunda– iba a los velatorios a cumplir. Se decía así, “vamos a cumplir”. Los hombres se ponían en la cocina, que era muy grande, y las mujeres, en la habitación del muerto, con los dolientes. Pero por la noche, cuando se marchaban los que habían ido a cumplir, los amigos jóvenes de la familia empezaban a contar chismes o a hacer bromas con alguien que se había quedado dormido y que soñaba en voz alta. Se empezaba así y se terminaba a carcajadas. Estábamos un día en un velatorio, empezaron los jóvenes a hablar y saltó mi tía Justina [nombre supuesto]: “Tres dedos más arriba o tres dedos más abajo, siempre estáis hablando de lo mismo”. Pero es que ella era la peor, porque contaba más chismes que nadie. El caso es que el velatorio acababa en juerga. Si el muerto había sido por la mañana, en ese momento se empezaban a matar las gallinas del corral para preparar el caldo. Al mediodía, ya está el cocido preparado con la gallina entera y su jamón. ¿Que moría durante la noche? Pues se ofrecía infusiones de tila y al día siguiente chocolate con churros. Alrededor del muerto siempre había mucha actividad, nunca te dejaban sola. Una amiga mía, no diré su nombre, se quedó dormida durante el velatorio y empezó a decir en sueños: “Que te estés quieto, que no tengo ganas, que ahora no”. Si no la despiertan, lo cuenta todo. Muchas veces, los chistes empezaban así, porque alguien se dormía. Mi abuela era una mujer muy recta, pero cuando murió el abuelo, en su velatorio, estaba la pobre así, medio dormida, y empezó la tía Justina con sus cosas. Entonces, la abuela abrió los ojos y dijo: “Ay, hijas mías, tan rápido es el reír como el llorar, así que reíd lo que queráis”. Yo no he visto mayores jolgorios que en los velatorios.

Mientras conversamos, el automóvil atraviesa un paisaje helado, yerto, en el que las extremidades de las vides rasgan el velo de bruma que cae sobre la tierra a modo de mortaja. Parecen brazos que lucharan por desenterrarse. Cruzamos Almagro sin tropezar con un alma, como si fuera un decorado. No advertimos, en este territorio fantasma, frontera alguna entre lo quimérico y lo real. Cerca ya de Calzada de Calatrava –el pueblo de los Almodóvar–, las vides alternan con grupos de olivos cuyos troncos se retuercen como si estuvieran sometidos a un fuego helado. La inmensidad del páramo recuerda a veces las grandes extensiones de algunos paisajes latinoamericanos. La ausencia de límites produce vértigo.

La calle donde se encuentra la casa familiar de los Almodóvar está desierta cuando aparcamos el coche. Afuera nos recibe un golpe de frío intenso y afilado, que atraviesa las sucesivas capas de ropa. Nos apresuramos hacia el interior de la vivienda, un espacio más profundo que ancho donde las habitaciones aparecen dispuestas en torno a dos o tres patios de muros altos. En una de las habitaciones del fondo de la casa, al lado de la cocina, encontramos a Antonia Almodóvar, la hermana mayor, que ha llegado antes que nosotros y ha encendido una gran chimenea donde arden dos gruesos maderos de encina.

Mi interés en hablar con Antonia, y en este escenario, no es otro que el de escuchar de su propia voz el relato de la muerte de su padre, que ilustra a la perfección las relaciones de aquellas gentes con el más allá. Esto fue lo que me contó: “A mi padre le habían dado año y medio de vida, y eso fue lo que duró. Durante ese tiempo lo ingresamos tres veces. A la tercera, el médico le dio el alta, tenía metástasis en la pleura. ‘Ya voy arreglado’, dijo mi padre cuando le dijeron que no hacía falta que volviera. Él vivía entonces con mi madre en Extremadura. Cuando estaba tan mal, ya en septiembre, porque él sabía que se moría, me llamó el viernes y me dijo: ‘Antonia, vente, vente, que me quedan unas horas’, todo esto bajo los efectos de la morfina, que le tuvo que pedir a un vecino que marcara el teléfono. Y me dice: ‘Vente tú, que mamá está muy cansada y hay que preparar las cosas para el viaje’. Yo llegué allí a la una de la madrugada, y allí estaban, sentaditos los dos en el sillón: se pasaban las horas sentados porque él no podía respirar. Yo le corto las uñas y me pregunta si le voy a afeitar; le afeito y me dice: ‘Ya va a ser la última vez que me hagas este servicio’. El sábado me dice que llame a tita Cecilia [su hermana] y le pregunte si está la casa del pueblo preparada. Llamo a mi tía y me dice que tiene la habitación preparada para la boda, como cuando él nació, con todas las cosas de la abuela. Mi padre dijo: ‘Pues ha llegado la hora; llama a la ambulancia, porque si me muero antes de llegar os va a costar mucho dinero trasladarme’. Lo hicimos todo con mucho sigilo porque allí le querían mucho, y si se enteran de que sale habrían ido todos a despedirle. Aun así, cuando llegó la ambulancia había gente en la puerta para decirle adiós. Yo me senté a su lado, y mi madre, al lado del conductor. Había aquella noche una tormenta tremenda. Él me decía por dónde íbamos pasando. Ahora estamos aquí, ahora aquí… Llegamos a Calzada a la una de la madrugada y estaba mi tía esperando. Le ayudamos a salir de la ambulancia, a entrar en la casa, y nada más cruza el umbral dijo: ‘Al fin, ya estoy en mi casa; perdona, hermana, en tu casa’. ‘No, en nuestra casa’, dijo ella. Curiosamente, nada más atravesar el umbral se le quitaron los dolores, pese a que sólo llevaba un pinchazo de morfina. Al entrar en la habitación dio un suspiro de alivio. Le pusimos el pijama, lo metimos en la cama y fue un relax total”.

“El lunes lo pasó así, tranquilo. A las tres de la tarde le dije a mi madre: ‘Voy a llamar a mis hermanos porque se va a morir’. Mi madre decía que no, que estaba tranquilo, que para qué molestarlos. Pedro y Agustín llegaron a las nueve de la noche y él se puso muy contento. Se levantó a hacer pis, volvió a meterse en la cama y dijo: ‘Que Dios me mande una hora corta, porque ya he visto a mis hijos, ya me puedo morir en paz’. Yo tenía a mis hijos en Madrid y tenía que irme, y él me dijo que no, que si me iba ‘no me verás morir’. Murió en la madrugada del martes, a las dos menos cuarto. A María Jesús no la dejé que pasara; pasé yo, le cogí las manos y le dije: ‘Papá, papá, papá’. En la última fase llamaba a su madre y miraba a una esquina de la habitación, como si la viera, y decía: ‘Madre, espera que ya voy’. Luego me decía a mí: ‘Está ahí, esperándome’. Y así dio el último suspiro. Murió en la misma habitación que nació, en la misma cama que nació, totalmente en paz. Mi padre siempre dijo: ‘Cuando yo muera no quiero que me toque nadie más que vosotras. Si me tiene que lavar alguien, que vestir alguien, que seáis vosotras’. Entre una prima mía [Remedios] y un tío mío lo levantaron y le pusieron el traje. Yo sólo le pude poner los calcetines porque no podía ponerle otra cosa, era muy corpulento. Lo que no pude fue besarle después de muerto porque cuando era pequeña murió una prima mía y antes de cerrar el ataúd nos dijeron que la besáramos, y yo sentí que ya no era ella, era como el mármol. Y entonces me dije: jamás besaré a un muerto, lo besaré de vivo; porque ese beso no es para él, sino para la muerte. Yo no asumí la muerte de mi padre, cogí una depresión, era muy joven, tenía los niños pequeños. Pedro me llamaba para darme ánimos. Me daba igual morirme o no. Y cuando mi madre, volvió a pasarme igual. Era como si mi padre se hubiera llevado medio corazón y mi madre el otro medio. Mi madre era mi confidente. Si te enseñan de pequeña que la muerte es tan normal como la vida, pues la muerte te parece normal. Mi madre nos llevaba a todos los velatorios; bueno, a mí, a mi hermana no. Cuando mi madre tenía alrededor de 50 años me dijo: ‘Vamos a comprar la tela para la mortaja’. Y cuando mi hermana no estaba en casa, yo le probaba el hábito de la mortaja, que era de san Antonio. El cordón y el escudo lo compró mi hermano en la calle Postas. Lo guardamos en una caja, y adonde iba se llevaba su caja con la mortaja. Me decía: ‘Si me muero fuera de casa cuida de que todo esté bien y de que vaya con la cabeza cubierta, que soy viuda. Revísame tú de todo porque María Jesús no puede hacerlo. No me pongas ni zapatos ni medias, que así voy más deprisa para allá’. Así que cuando murió en el hospital, yo cogí la caja, se la di a los de la funeraria y les dije cómo debía llevar todo. Cuando llegamos al tanatorio me dice Pedro que no tiene el manto. Se lo habían puesto por aquí debajo. Así que lo dijimos y se lo pusieron bien. Iba como ella quería y tenía una cara de satisfacción muy grande, parecía dormida”.

“De los padres, te quedan tantas cosas en la cabeza… Siendo yo moza, mi madre me dijo: ‘Mira, hija, si me llega a ocurrir algo, tú y tu hermana tenéis que gastar hábito por una promesa que hice durante la guerra’. Si no se cumplen las promesas, no te vas del todo, te quedas en el entresuelo; así que compré dos hábitos de san Antonio y le dije que desde ese mismo día empezara a gastarlos. Gastó los dos hábitos y cumplió ella misma su promesa. Pedro es el que más se parece a ella. Era muy inteligente, de cualquier cosa se forjaba una historia. Si le pedíamos que nos llevara al cine, nos llevaba a la puerta y reconstruía la historia de la película mirando las fotos de la cartelera”.

“¿Y tú”, le pregunto, “recuerdas alguna historia de aparecidos?”.

“Donde mis abuelos, al subir al entresuelo quedaba un hueco en la escalera, a la derecha. Yo, al subir, siempre veía tres personas en ese hueco: un abuelo sentado con una garrota y otras dos personas. Nunca le dije nada a nadie, pero subía y bajaba corriendo. Eso me pasó de pequeña. Luego pasaron los años, veinte o más, y un día veo a mi abuela con unas fotografías en la mano y le pregunto quiénes son. ‘Éste es mi padre’, me dijo, y resultó ser el abuelo de la garrota. No pregunté por los otros dos. El padre de mi madre murió con 32 años, en un accidente; mi madre tenía tres años. Después de morir se le aparecía a su cuñado cuando trabajaba en el campo. El cuñado venía muy malo a casa. En el pueblo le dijeron que le preguntara qué quería. Le preguntó y le dijo que había ofrecido al patrón del pueblo una misa y no la había podido decir porque su vida había sido muy corta; que la dijera él, y que luego, después de decirla, quería despedirse de él a la puerta del cementerio, cuando fuera de noche. Lo hicieron todo tal como dijo y jamás se volvió a aparecer”.

El término Volver, con el que Almodóvar ha titulado su última película, hace guiños hacia dentro y hacia fuera del filme, hacia la realidad y la ficción. De un lado, nos ilustra sobre la peripecia de una de sus protagonistas; de otro, alude a la vuelta de Carmen Maura y Penélope Cruz, con quienes, por distintas razones, llevaba años sin trabajar. Todos vuelven, en fin, incluido Almodóvar, que regresa de un modo feroz a sus raíces. Ahí están los inquietantes escenarios de su infancia; pero ahí está, sobre todo, la muerte, uno de los asuntos cardinales de esa cultura en la que el trato con el más allá, como hemos visto, forma parte de las ocupaciones cotidianas. El director manchego ha conseguido trasladar magistralmente a Volver la naturalidad con la que se produce esa relación en un mundo en el que los límites entre la vigilia y el sueño –quizá entre la vida y la muerte– no están nada claros.

Ciudad Juárez (El País de España)



La muerte imparable
 
Patrullamos con la policía federal por uno de los lugares más peligrosos del mundo: Ciudad Juárez, en la frontera de México con EE UU. Un pozo irrespirable donde cada día se registran de media cinco muertes violentas. Es la podredumbre del narcotráfico.


PABLO ORDAZ en El País.

Hasta hace 20 minutos tenía 14 años y se llamaba Raúl. Estaba parado en la esquina de su casa, charlando con dos amigos. Un coche apareció muy lentamente por el final de la calle llena de gente. Cuando estuvo a su altura, dos hombres -ni jóvenes ni viejos, ni guapos ni feos, nunca nadie ve nada en Ciudad Juárez- se bajaron y apuntaron sus armas sobre él. Un tiro, dos, tres...

El Ejército desembarca en Ciudad Juárez para hacer frente a la violencia
Calderón refuerza con 1.000 policías el frente contra el narcotráfico en Ciudad Juárez

México
A FONDO
Capital: Ciudad de México.
Gobierno:República Federal.
Población:109,955,400 (est. 2008)
La noticia en otros webs

webs en español
en otros idiomas
Un tiro, dos, tres... Así hasta 25. Se llamaba Raúl y tenía 14 años

Según el propio presidente de México, más de la mitad de la policía "no es recomendable"

La muerte aquí es una herramienta de trabajo, de poder, de advertencia

La situación llegó al límite. "o combatíamos a los 'narcos' o les entregábamos el país"

Ahora ya no tiene 14 años ni se llama Raúl. Sólo es el último muerto de esta ciudad maldita donde el único negocio que florece es el de las funerarias. Un tiro, dos, tres... Así hasta 25. Los perros ladrando. El padre de Raúl escuchando los disparos, bajando a la calle, descubriendo justo lo que el presentimiento le iba diciendo al oído. Su hijo de 14 años, estudiante de secundaria, desplomado entre la acera y un Ford Thunderbolt de color crema. Con la cabeza destrozada a balazos.

Los perros no han dejado de ladrar ni la gente ha abandonado la calle. Jóvenes muchachos de la edad del difunto siguen charlando y comiendo helados mientras los agentes van poniendo un triángulo amarillo por cada casquillo encontrado. Veinticinco triángulos amarillos. Ninguno a más de dos metros de distancia de donde está el cadáver. Un fusilamiento perfecto. Ni la vieja chapa del Ford color crema ni las paredes de la calle Calexico han resultado dañadas. Raúl quiso huir, pero le dieron caza. Con la misma precisión que a sus dos amigos, que yacen al final de la calle, también rodeados por la curiosidad y los triángulos amarillos.

Un hombre joven fuma dentro del cordón policial. Es el padre de Raúl. Ni siquiera llora. Sólo fuma, un cigarro tras otro. Le cuenta al reportero sus últimos 20 minutos. Que escuchó los disparos. Que bajó atropelladamente temiéndose lo peor. Que se encontró a su hijo así:

"Como ningún padre querría ver nunca a su hijo. Hágase cargo. Tenía 14 años, estudiaba secundaria...".

El parte, frío, escueto, que un funcionario municipal redactará horas después sobre la "triple ejecución" hablará de un joven "que en vida respondía al nombre de Raúl Alberto Rubio Ochoa". Tiene razón. Los muertos no tienen nombre. No desde luego en Ciudad Juárez, donde este sábado de febrero escogido al azar serán ocho los jóvenes asesinados por las oscuras mafias de la droga. Ocho. No son demasiados; tres días después morirán 21. Ni demasiado jóvenes; una semana más tarde caerán seis niños bajo los disparos de tipos que siempre tienen tiempo de huir. Ocho muertos son sólo ocho líneas en cualquier periódico mexicano. Sólo si el muerto respondía en vida a un nombre famoso -un general condecorado o el jefe de un cartel principal- o si las causas de su muerte resultaron extraordinarias -lo cocinaron después de asesinarlo o lo ejecutaron tras construir un túnel para pasar droga...-, sólo entonces puede optar el difunto al raro honor de un titular en la portada de un periódico nacional. Un país donde el narcotráfico se lleva por delante a más de 6.000 personas al año -más de 16 cada día- no tiene más remedio que ir apilando tanto sufrimiento en la fosa común de las medias columnas, un pequeño trozo de papel escondido en una página par de un periódico de provincias. O hace eso -sin indagar por qué mataron a Raúl, casi un niño, sin investigar por qué su padre bajó las escaleras con el presentimiento envenenándole el aliento- o se arriesga a perder la sonrisa para siempre.

Al primer muerto del sábado lo mataron entre Marte y Saturno, una esquina a medio asfaltar de la colonia Satélite.

La llamada se produjo a las 9.45. Una ambulancia de la Cruz Roja corrió al lugar. Luego, los policías municipales. Luego, los estatales. Luego, los federales. Luego, el Ejército. Aseguraron la calle. Un agente en cada esquina. Con sus rifles Ak-47, sus AR-5, sus revólveres en la mano, sus chalecos antibalas, sus pasamontañas, su tensión que se huele... Su miedo.

- Pero si ya ha pasado todo.

- No siempre. A veces vuelven a por el cadáver.

- ¿Quiénes?

- Unas veces, sus amigos. Otras, sus rivales.

- ¿Para qué?

- Quién sabe. Unas veces, para rematarlos. Otras, los montan en las camionetas y se los llevan. Nunca aparecen. Es muy extraño.

El policía municipal que habla parece nervioso. Es un tipo bajito, mal uniformado. La canana que lleva alrededor del cinturón está medio vacía. Un cartucho sí, uno no. Todavía hoy muchos policías tienen que pagar de su bolsillo la munición que gastan. Y si por la mañana no llegan pronto al reparto de los escasos chalecos antibalas, deben salir a patrullar a cuerpo gentil, un blanco perfecto. El policía municipal va de un lado para otro. Apunta en una pequeña libreta los nombres de todos los que, policías o no, rebasan por un motivo u otro el cordón de seguridad. No llega a cruzar palabra con los agentes de otros cuerpos. Es una constante de Ciudad Juárez. Nadie se fía de nadie. Menos aquí, un lugar tristemente célebre por las decenas de mujeres que fueron asesinadas sin que aún hoy se conozcan los motivos ni los culpables. Hay además datos muy claros de que el narcotráfico tiene voluntades compradas entre los policías, entre los jueces, entre los políticos, entre los periodistas. Las miradas dicen: sabemos a quién pertenece tu uniforme, pero no a quién perteneces tú. No es nada personal. Sólo cuestión de supervivencia. La noche anterior, cuando el reportero llega al aeropuerto de Ciudad Juárez, dos agentes federales lo esperan a pie de avión. Han recibido la orden de escoltarlo durante el fin de semana, integrarlo en una de las patrullas de fuerzas especiales que recorren día y noche la ciudad en busca de sicarios. Pero cuando va a abandonar el aeropuerto, dos soldados le piden que abra la maleta y la mochila en la que transporta el ordenador portátil. Uno de los federales trata de aliviar el trámite y se dirige al militar:

- No se preocupe, oficial, viene con nosotros.

- Claro que sí. Pero tiene que abrir el equipaje.

- Pero

- Tiene que abrir el equipaje.

Nada personal. Sólo eso: nadie se fía de nadie. ¿O no es por los aeropuertos de México, y bajo la supervisión de agentes de la ley, por donde toneladas de droga y sustancias químicas ilegales entran en el país? La escena se repite dos o tres veces durante el fin de semana. Cada vez que el patrullero pasa por un puesto de control militar, los soldados lo paran y lo revisan como si se tratara de un vehículo particular. O tal vez más.

- ¿Adónde se dirigen?

- Vamos a instalar un control de carros robados a dos kilómetros de aquí.

- Correcto. Bájense y abran la cajuela.

El policía abre el maletero. El soldado mete la cabeza, casi olfatea el interior. Ni hay tensión ni deja de haberla. Los soldados no sonríen. Los federales tampoco. Es una guerra extraña la que vive México. Las bajas se cuentan por decenas, todos los días, como en cualquier guerra. Pero aquí no hay dos bandos. Hay muchos, y andan disfrazados.

- Está bien. Pueden continuar.

Unos metros más allá, el federal que hoy conduce el patrullero - un joven simpático que cita a los clásicos- le explicará al reportero por qué, aunque íntimamente les fastidie, obedecen a pie juntillas las instrucciones de los militares. Aparca el vehículo en el arcén, junto a la valla que delimita un depósito de vehículos. Parece uno de los muchos cementerios de automóviles destinados a chatarra que afean la ya de por sí poco agraciada Ciudad Juárez. Pero no. Es distinto. Aquí vienen a parar los carros incautados al narcotráfico o sujetos, como parte de la prueba, a algún proceso judicial. Los hay nuevos y viejos. Lujosos -allá al final se ve una Hummer en aparente buen estado- y simples utilitarios. El agente señala un todoterreno, varado no muy lejos de la carretera. Tiene, como muchos otros, la chapa agujereada por los tiros gruesos de los rifles de asalto. Pero es distinto. Es un vehículo oficial, un patrullero de la policía municipal. No le queda un trozo de chapa sano.

- ¿Una emboscada de los narcos?

- No. Los militares tenían instalado un control. Les dieron el alto. Los policías no quisieron parar. Los militares abrieron fuego. Los mataron a los dos.

Nada personal.

La una de la madrugada. Hotel Chulavista. Está cortado por el mismo patrón que los moteles americanos de carretera. Una recepción, un comedor y una serie de habitaciones alrededor de un aparcamiento. Ni bonito ni feo. Vulgar. Discreto. Hasta no hace mucho, un buen negocio. "Los que más nos visitaban", explica el camarero, "eran puros gringos. Parejas que cruzaban desde El Paso, aparcaban el carro en la puerta de la habitación y sólo salían un rato a cenar algo o a emborracharse a buen precio. Ya casi no viene ninguno. Les da miedo". Ciudad Juárez y también Tijuana, en la costa del Pacífico, constituían las míticas fronteras donde la fiesta sin tregua -el alcohol, el juego, los clubes de alterne- atraía cada fin de semana a cientos de turistas norteamericanos. Nunca fueron ciudades exquisitas ni bendecidas por el Vaticano, pero sí razonablemente seguras. De eso dependía el negocio. Ahora, muchos de los restaurantes ya han cerrado, los prostíbulos sólo atraen a clientes locales y desesperados, y la única ruleta que gira día y noche es a vida o muerte. El hotel Chulavista estaba prácticamente desahuciado. Pero entonces llegaron los federales.

Las fuerzas especiales. Muchachos jóvenes -casi ninguna mujer- procedentes en su mayoría de las filas del Ejército. Sus sueldos son bajos, pero para poder lucir ese uniforme azul han tenido que pasar exhaustivos exámenes de confianza, incluida la prueba del polígrafo. Según ha llegado a admitir Felipe Calderón, el presidente de México, más de la mitad de la policía mexicana "no es recomendable". Hay casos, como el de Tijuana, donde se detectó que nueve de cada 10 policías locales habían sido comprados por el narcotráfico. Incluso entre los 11.000 federales recién contratados, la mitad resultó ser de moral distraída. Se supone que estos que ocupan el hotel Chulavista de Ciudad Juárez pertenecen a lo mejor de cada casa, pero, por si acaso, sus jefes nunca le dicen por dónde patrullarán cada noche o a qué tipo de malandro van a intentar detener. Van y vienen de sus habitaciones al comedor uniformados al completo, chaleco antibalas incluido, y con el rifle AR-15 en bandolera. Sus mandos les dan el tiempo justo para comer algo y dormir un rato. El resto de la jornada lo emplean en recorrer la ciudad de cabo a rabo. Sus vehículos son camionetas pick-up de doble cabina. Ellos ocupan la parte de atrás, siempre de pie, con el dedo en el gatillo de sus armas y el pasamontañas hasta la nariz. Vigilando, siempre vigilando.

- ¡Nos vamos! Esta noche nos acompañará un periodista español. Si hay suerte y detienen a algún delincuente, no me lo golpeen demasiado... Háganme ese favorzote, muchachos.

El oficial subraya la broma guiñando el ojo detrás del pasamontañas. Los muchachos se ríen. Será el único momento de relajación en cinco horas. Las camionetas de los federales se sumergen en la noche de Ciudad Juárez, cruzan a todo trapo avenidas casi vacías y se adentran por colonias polvorientas, sin pavimentación, donde sólo los perros con sus ladridos parecen reconocerlos. Al fondo se distinguen las luces de El Paso, al otro de lado de la frontera. El Paso es una de las ciudades más seguras de Estados Unidos. Ciudad Juárez, la más violenta de México. En El Paso, como en toda la frontera, se venden armas de grueso calibre sin ningún impedimento. Aquí se mata con ellas. Los policías se adentran en una de las colonias más peligrosas. Se sienten observados, por eso circulan sin luces, guiados por un agente local con un mapa y una linterna. El oficial comenta en voz muy baja:

- Esta noche vamos a hacer dos o tres cateos. Hemos recibido varios pitazos [chivatazos] sobre gente que podría estar vendiendo droga y armas.

Llegan al primer objetivo. Empieza un baile muy bien ensayado que se repite en cada registro. Los agentes saltan de las cuatro camionetas. Unos corren hacia las esquinas para asegurar el trabajo de sus compañeros y prevenir emboscadas. Los oficiales que van a penetrar en la casa -una especie de cortijo desvencijado- desenfundan sus armas cortas y quitan el seguro. Cada uno de ellos va escoltado por dos o tres compañeros con rifles de precisión. El puntito rojo de la mira se pasea por una pared que supo de mejores tiempos. Un perro encadenado parece enloquecer. Sale un hombre a la puerta de la casa. Descalzo. Despeinado. La camisa por fuera del pantalón.

- ¡Alto! ¡Federales!

El registro no dura más de 10 minutos. No parece que el dueño de la casa sea un narcotraficante. Parece más bien un nómada incómodo al que algún vecino quiere perder de vista denunciándolo a la policía. Hay niños por todos lados. Niños mal vestidos, niños canijos y sucios que juegan con juguetes rotos y que observan a los policías con serenidad, como si ya los hubieran visto más veces, como si formaran parte del juego al que están predestinados a jugar. "Negativo. No hay nada, ¡vámonos!". La acción se repite dos veces más. Dos cateos. Dos negativos. Ha sido una noche tranquila que ha terminado en empate. No han detenido a nadie, pero tampoco se ha reportado ninguna baja.

Vuelta a la base. Mañana será otro día.

Dos horas después suena el teléfono de la habitación. "Han encontrado a tres muchachos ejecutados en la puerta de una discoteca. ¡Nos vamos!". La misma historia del día anterior. La ambulancia. La policía local. La policía estatal. La policía federal. El Ejército. Y esperándolos a todos, sin inmutarse, la muerte.

Tres jóvenes. Boca arriba. Cada uno con su ración de plomo. Se parecen al joven ultimado en la colonia Satélite. Detallistas de la droga, camellos, narcomenudistas. Como mucho, aprendices de sicario. Clase de tropa. Carne de cañón. El perfil de las bajas del narcotráfico en México es el de jóvenes captados por los distintos carteles de la droga que luchan entre sí para afianzar su predominio en las plazas. No sólo han muerto en la frontera con Estados Unidos. También en la que separa un antes y un después de la historia de la droga en México. Lo que había hasta ahora está muy claro. Basta comprarse un CD de los Tigres del Norte o de los Tucanes de Tijuana para conocer las historias cotidianas del negocio o las leyendas de los grandes narcotraficantes como Amado Carrillo Fuentes, jefe hasta su muerte del cartel de Juárez. Le llamaban El Señor de los Cielos. De él se dice que tenía una docena de Boeing 727 con los que introducía cocaína en Estados Unidos. La épica de la frontera. Las reglas. El respeto. La complicidad de los gobernantes. Tú hasta aquí y yo hasta allí. Y como último recurso, la muerte. La muerte como herramienta de trabajo, de poder, de advertencia.

Todo eso se acabó hace algo más de un año. La versión oficial es que tantos años de complacencia con el crimen organizado habían llegado a horadar los cimientos de la República y amenazaban con privatizar el país en su beneficio. "Los señores de la droga ya estaban tocando las puertas de Los Pinos [la sede de la presidencia de la República]", dice a media voz uno de los hombres más poderosos de México. "O los combatíamos o les entregábamos el país. Ya eran dueños de algunos cuerpos enteros de policía que trabajaban para ellos y no para los ciudadanos". El caso es que el presidente, Felipe Calderón, tocó zafarrancho de combate. Hace de eso un año, dos meses y 7.000 muertos.

La furgoneta blanca del depósito de cadáveres llega al lugar de la triple ejecución. Se coloca junto a la ambulancia de la Cruz Roja. "El día que más miedo pasé", comenta una enfermera del servicio de urgencias, "fue hace sólo unos meses. Recibimos el aviso de que había un joven malherido tirado en la calle. Acababa de ser víctima de un ataque armado. Fuimos hacia allá y llegamos cuando todavía respiraba. No había tiempo que perder. Lo metimos en la ambulancia y salimos corriendo hacia el hospital. A medio camino se nos cruzaron dos furgonetas con los cristales oscuros. Bajaron tres o cuatro encapuchados, nos apuntaron en la cabeza al chófer y a mí y nos dijeron que nos estuviésemos quietos. Fueron a la parte de atrás, sacaron al herido y le dieron el tiro de gracia en medio de la calle. Mira, te lo estoy contando y aún se me eriza la piel. Antes de irse aún tuvieron tiempo de amenazarnos. Nos dijeron que, por nuestro bien, la próxima vez no tuviésemos tanto interés en llegar tan rápido...". Los dos grandes hospitales de la ciudad también han sido escenario de irrupciones violentas de sicarios que buscaban rematar un trabajo mal terminado. En una ocasión, y en previsión de que eso sucediera, el juez colocó a dos policías custodiando la puerta de urgencias. Por si llegaban los sicarios.

Llegaron. Mataron a los dos policías. Entraron en el hospital. Remataron al herido. Y se marcharon.

El jefe de la policía científica se dirige a los muchachos de la furgoneta blanca:

- Ya os los podéis llevar.

Los curiosos le echan un último vistazo. Certifican que los asesinados no son del barrio. De igual forma, unas horas antes, los vecinos de la colonia Satélite juraron que el primer muerto del sábado -chándal azul celeste, manos atadas a la espalda con una cuerda amarilla- jamás había sido visto por allí. Hay un testigo que dice haber observado cómo arrojaban al muchacho del chándal desde un vehículo, todavía vivo, y lo remataban en el suelo.

- ¿Y cómo era el carro?

- No me acuerdo, jefe.

- ¿Grande o pequeño?

- Normal.

- Y a éste -dice el policía señalando al muerto- ¿lo habías visto antes por aquí?

- Nunca. No es de aquí.

El procurador general de la República, Eduardo Medina Mora, maneja un dato estremecedor:

- Al 40% de los que mueren no los reclama nadie.

Fosas comunes. Esquinas de papel en los diarios. Y la batalla que no cesa. Todos los días, el Gobierno de México distribuye una serie de comunicados -partes de guerra- que dan cuenta de la incautación de armas, de la intervención de droga, de la detención de sicarios. Pero al día siguiente, invariablemente, los noticieros hacen recuento de las bajas, y raro es el día que no superan las dos cifras. Diez en Ciudad Juárez. Cinco en Tijuana. Dos en Culiacán. Total: 17. Hay ciudades marcadas por la tragedia diaria. Suelen ser las sedes fronterizas de los antiguos carteles de la droga, hoy atomizados por las guerras entre sí y por el embate del Estado, pero también se producen bajas muy cerca del mar Caribe, a pocos metros de las palmeras y los hoteles de lujo. El goteo es continuo y, aun así, nunca faltan nuevos soldados dispuestos a morir.

La caravana de federales regresa al hotel Chulavista. Un semáforo en rojo. De pronto, como surgido de la nada, un joven se acerca corriendo. Dos federales lo apuntan con sus armas. El muchacho parece muy nervioso. Discute con los policías del primer vehículo, que finalmente acceden a que suba con ellos. La caravana aborta el regreso a la base y se dirige ahora, a toda prisa, a una colonia cercana. Al parecer, el muchacho ha sido víctima de un robo. Unos jóvenes le han quitado su vehículo a punta de pistola. Pero mientras regresaba a su casa, a pie y asustado, ha creído ver a uno de los asaltantes meterse en una casita de una planta, como casi todas las de Ciudad Juárez. Los federales llegan al lugar indicado. Se bajan de las camionetas y rodean el inmueble. Mientras tres agentes, acompañados del denunciante, entran en la casa, otros aseguran la zona y revuelven en la basura. La operación es rápida. Los que han entrado en la casa salen con el sospechoso agarrado del cuello. La víctima lo ha reconocido. Los policías que se quedaron en la puerta también tienen su botín. Acaban de encontrar las matrículas del vehículo sustraído. El interrogatorio se hace en caliente. La madre del muchacho sale a la puerta y le pide al oficial, con una sonrisa en la boca:

"No sea malito, jefe, no me lo golpeen".

El muchacho delata a un cómplice, y éste a otro, y el tercero habla de un tal? El vehículo es por fin recuperado. Casi al alba. Los policías se muestran exultantes, aunque el paisaje de fondo no es muy alentador. Chavales que manejan pistolas, roban coches, merodean por las calles sin asfalto en busca de su próxima víctima. El 40% de los muchachos de Ciudad Juárez ni estudia ni trabaja. Una buena parte sólo espera su turno de matar o morir. Su sueño es un carro del año, un buen revólver con las cachas de oro. Muchos mueren así, con el sueño de que un cantante famoso de narcocorridos le dedique una letra bien chingona a cada uno de ellos.

La patrulla regresa al hotel. Ya se divisa el alba cuando la voz del comandante da un nuevo parte:

"Se acaba de recibir un aviso. Han encontrado el cuerpo calcinado de un hombre encima de un contenedor de basuras. Diríjanse a la calle...".

El octavo muerto de este fin de semana tampoco tendrá nombre.